viernes, 22 de junio de 2018

Señor indignado, suba al estrado.


Y es que aquí comparezco, ilustrísimas e imaginarias excelencias, indignado, ¡cabreado! Y no es para estar de otra manera, rodeado como estoy de montones de noticias indignantes y cabreantes: que si lo de los inmigrantes, que si lo de la corrupción, que si lo de los equipos de fútbol que deben cientos de millones, que si esto, que si lo otro… ¿Pero saben qué es lo que más me indigna y me cabrea en el día de hoy? Que acabo de cerrar el chat con mi pareja tras leer que acaba de sacar el coche del depósito de la grúa. Más de doscientos cincuenta machacantes y, ¿saben por qué? No, claro que no lo saben, pero aquí estoy yo para contárselo.

Soy estudiante, y mi pareja en esencia también, pues está estudiando por libre para algo que a ustedes, de seguro, no interesa. Con esto no quiero decir más que, aunque no somos unos ninis, no percibimos ninguna clase de remuneración a día de hoy, así que imaginen lo que pica la multa de más arriba. Imagínense mi cara mientras le explicaba a mi padre que aquello no había sido por mi culpa, y es que así ocurrió: vivimos en una ciudad grande, de estas en las que si no tienes una plaza de garaje estás obligado a aparcar en las afueras y volver a casa en metro (todo muy lógico, pero esa es harina de otro costal). A esto que, preguntándole a mis compañeros de clase, me enteré de que se podía aparcar en las inmediaciones de la Universidad; que había aparcamiento gratis, decían… El lugar está más cerca de nuestra casa que los aparcamientos típicos de las afueras, desde luego, merecía la pena sondear la posibilidad, y por eso lo hicimos. Con más miedo que vergüenza, oteamos el territorio: ni una zona azul; ni una zona verde; ni una zona naranja, colorada, o rosa; ni una zona de ningún color que no fuese blanco; ni un cartel de aviso o señal de prohibición que nuestra humana condición nos permitiera ver. Sospechoso… demasiado bueno. Seguimos mirando, por si acaso, y encontramos una ligera incompatibilidad con el plan: un aparcamiento anexo cercado con una barrera, exclusivo para profesores. Pero como aquello no tenía que ver con nuestra zona de aparcamiento… bueno, no nos afectaba, ¿verdad? Nada, diez minutos más de dar vueltas y de sospechar, y acabamos por ceder al optimismo: aparcamos, pues había sitio de sobra, y nos alejamos. No mucho más allá vimos a una pareja de guardias civiles, y como la vida nos ha hecho así de desconfiados, pues les tuvimos que preguntar. Que si podíamos aparcar gratis allí, les preguntamos. Que si era zona blanca y no el aparcamiento de profesores, sin problemas, nos respondieron, añadiéndole una sonrisa. Pues nada… era viernes, todos felices; yo me fui a clase, y mi pareja, a casa.

Lunes, y la paranoia volvió a asaltar mientras yo estaba en otra de mis clases. “¡Ve a mirar el coche antes de volver, porfa!”, me dijo por el móvil. No lo niego, entre olvidos y pereza, lo dejé pasar, mea culpa. Pero… estaba en zona blanca, ¿no? No había posibilidad de que algo se torciera… ¡¿NO?!

Martes, y aquí, hasta a mí me llegó la picazón de la sospecha. Fui al aparcamiento… y vi un triangulito verde donde debía haber un modesto coche azul, con el teléfono de la grúa, y con la matrícula del susodicho apuntada, por si quedaba alguna duda de lo que había ocurrido. Maldita fuese mi estampa… Pateada se encontrara nuestra suerte… Vilipendiada fuese nuestra experiencia… Picoteado terminara nuestro bolsillo… Y aquí me encuentro ahora. Sin una fuente propia de ingresos, con menos dinero, y con un mosqueo de tres pares. Con un padre que, dentro de lo que cabe, comprende que aquello no se debió a mí, y con la absurda idea en la cabeza de que nosotros no hicimos nada mal. Y mientras, otros tantos por ahí que se nutren de la ignorancia de las masas, llenándose los bolsillos mientras se les perdonan deudas millonarias. Lo sé, lo sé, sé lo que me van a decir: que aunque vendan idiotez, son un motor económico; que sarna con gusto no pica; que si les cerraran el chiringuito, el país perdería una gran fuente de financiación pública porque, de sus grandes ingresos, se recaudan grandes impuestos… Qué quieren que les diga, a mí no me renta.

Y ya para terminar, dirán ustedes: muchas palabras llevas, indignado. ¿Dónde está mi historia de fútbol? Envuelta en un venenoso sobre, ilustrísimas e imaginarias excelencias, y al primer párrafo los remito. Me explicaré: ¿y si yo les dijera, pues enterado me he, de ello, que mi Universidad linda físicamente con el campo de fútbol de uno de los más grandes equipos del país? Tranquilos, no resoplen aún, déjenme continuar… ¿Y si les especificara que, durante aquel fin de semana, tuvo lugar un partido importante que se celebraba en casa? Lo huelo, lo noto… es el aroma de la sospecha, que empieza a humear desde sus cabezas. Ya termino… ¿Tan malicioso sería atreverme a deducir que, a falta de carteles a la vista, la Universidad ceda parte de sus aparcamientos cuando hay un partido así? Sabiendo cómo está de mal la financiación de la investigación por aquí, sinceramente, no me parece nada descabellado. La pela, señores, la pela… la sucia y mezquina pela…

Ilustrísimas e imaginarias excelencias, desde mi asiento, indignado y cabreado, no me queda más que alegar.

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