Y es
que aquí comparezco, ilustrísimas e imaginarias excelencias, indignado,
¡cabreado! Y no es para estar de otra manera, rodeado como estoy de montones de
noticias indignantes y cabreantes: que si lo de los inmigrantes, que si lo de
la corrupción, que si lo de los equipos de fútbol que deben cientos de
millones, que si esto, que si lo otro… ¿Pero saben qué es lo que más me indigna
y me cabrea en el día de hoy? Que acabo de cerrar el chat con mi pareja tras leer
que acaba de sacar el coche del depósito de la grúa. Más de doscientos
cincuenta machacantes y, ¿saben por qué? No, claro que no lo saben, pero aquí
estoy yo para contárselo.
Soy
estudiante, y mi pareja en esencia también, pues está estudiando por libre para
algo que a ustedes, de seguro, no interesa. Con esto no quiero decir más que,
aunque no somos unos ninis, no
percibimos ninguna clase de remuneración a día de hoy, así que imaginen lo que
pica la multa de más arriba. Imagínense mi cara mientras le explicaba a mi
padre que aquello no había sido por mi culpa, y es que así ocurrió: vivimos en
una ciudad grande, de estas en las que si no tienes una plaza de garaje estás
obligado a aparcar en las afueras y volver a casa en metro (todo muy lógico,
pero esa es harina de otro costal). A esto que, preguntándole a mis compañeros
de clase, me enteré de que se podía aparcar en las inmediaciones de la
Universidad; que había aparcamiento gratis, decían… El lugar está más cerca de
nuestra casa que los aparcamientos típicos de las afueras, desde luego, merecía
la pena sondear la posibilidad, y por eso lo hicimos. Con más miedo que
vergüenza, oteamos el territorio: ni una zona azul; ni una zona verde; ni una
zona naranja, colorada, o rosa; ni una zona de ningún color que no fuese blanco;
ni un cartel de aviso o señal de prohibición que nuestra humana condición nos
permitiera ver. Sospechoso… demasiado
bueno. Seguimos mirando, por si acaso, y encontramos una ligera
incompatibilidad con el plan: un aparcamiento anexo cercado con una barrera,
exclusivo para profesores. Pero como aquello no tenía que ver con nuestra zona
de aparcamiento… bueno, no nos afectaba, ¿verdad? Nada, diez minutos más de dar
vueltas y de sospechar, y acabamos por ceder al optimismo: aparcamos, pues
había sitio de sobra, y nos alejamos. No mucho más allá vimos a una pareja de
guardias civiles, y como la vida nos ha hecho así de desconfiados, pues les
tuvimos que preguntar. Que si podíamos aparcar gratis allí, les preguntamos.
Que si era zona blanca y no el aparcamiento de profesores, sin problemas, nos respondieron,
añadiéndole una sonrisa. Pues nada… era viernes, todos felices; yo me fui a
clase, y mi pareja, a casa.
Lunes,
y la paranoia volvió a asaltar mientras yo estaba en otra de mis clases. “¡Ve a
mirar el coche antes de volver, porfa!”, me dijo por el móvil. No lo niego,
entre olvidos y pereza, lo dejé pasar, mea
culpa. Pero… estaba en zona blanca, ¿no? No había posibilidad de que algo
se torciera… ¡¿NO?!
Martes,
y aquí, hasta a mí me llegó la picazón de la sospecha. Fui al aparcamiento… y vi
un triangulito verde donde debía haber un modesto coche azul, con el teléfono
de la grúa, y con la matrícula del susodicho apuntada, por si quedaba alguna
duda de lo que había ocurrido. Maldita fuese mi estampa… Pateada se encontrara
nuestra suerte… Vilipendiada fuese nuestra experiencia… Picoteado terminara nuestro
bolsillo… Y aquí me encuentro ahora. Sin una fuente propia de ingresos, con
menos dinero, y con un mosqueo de tres pares. Con un padre que, dentro de lo
que cabe, comprende que aquello no se debió a mí, y con la absurda idea en la
cabeza de que nosotros no hicimos nada mal. Y mientras, otros tantos por ahí que
se nutren de la ignorancia de las masas, llenándose los bolsillos mientras se
les perdonan deudas millonarias. Lo sé, lo sé, sé lo que me van a decir: que
aunque vendan idiotez, son un motor económico; que sarna con gusto no pica; que
si les cerraran el chiringuito, el país perdería una gran fuente de
financiación pública porque, de sus grandes ingresos, se recaudan grandes
impuestos… Qué quieren que les diga, a mí no me renta.
Y ya
para terminar, dirán ustedes: muchas palabras llevas, indignado. ¿Dónde está mi
historia de fútbol? Envuelta en un venenoso sobre, ilustrísimas e imaginarias excelencias,
y al primer párrafo los remito. Me explicaré: ¿y si yo les dijera, pues
enterado me he, de ello, que mi Universidad linda físicamente con el campo de
fútbol de uno de los más grandes equipos del país? Tranquilos, no resoplen aún,
déjenme continuar… ¿Y si les especificara que, durante aquel fin de semana, tuvo
lugar un partido importante que se celebraba en casa? Lo huelo, lo noto… es el
aroma de la sospecha, que empieza a humear desde sus cabezas. Ya termino… ¿Tan
malicioso sería atreverme a deducir que, a falta de carteles a la vista, la
Universidad ceda parte de sus aparcamientos cuando hay un partido así? Sabiendo
cómo está de mal la financiación de la investigación por aquí, sinceramente, no
me parece nada descabellado. La pela, señores, la pela… la sucia y mezquina
pela…
Ilustrísimas
e imaginarias excelencias, desde mi asiento, indignado y cabreado, no me queda
más que alegar.
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