El fin del trabajo, el
calor, la juventud… todos lo llevaron al mismo lugar, al tan
esperado momento, y en tan deseada compañía. «Te he añorado
durante tanto tiempo…», pensó, pues las palabras sobraban.
Tomándola con ternura, la situó entre sus piernas. Sus manos,
curtidas por tantas horas de sol y dura labor se cerraron en torno a
sus curvas, que se amoldaron a él como si el destino mismo reclamase
la unión de ambos. Él: fogoso, fuerte y hambriento; ella: pequeña,
tierna y húmeda. Lo que ella no sabía: cuán indefensa estaba, y
que sería solo la primera de muchas en aquel verano. Lo que él sí
sabía: que haría todo lo que estuviera en su mano porque la
experiencia fuese inolvidable, pues la primera siempre era la mejor.
Sabía muy bien cómo
empezaría el encuentro, y cómo acabaría, por lo que se puso manos
a la obra. La despojó de sus tan impertinentes envolturas sin
rudeza, pero con decisión, y llevó toda la frescura de ella hasta
sus labios. La olisqueó como cualquier animal haría para seleccionar una
pieza de su dieta, y empezó a atacarla con todo su arsenal:
inocentes lamidas, juguetones mordisquitos, hasta las caricias de su
vello facial eran bien recibidas. El calor del momento hizo que la
cara de él acabase totalmente perdida y decorada con los dulces
exudados de ella, pero a él eso no le molestaba, todo lo contrario.
Su irresistible sabor y el intenso frenesí del que no deseaba salir
hicieron que perdiera la noción del tiempo mientras disfrutaba de
aquel pedacito de ambrosía. Continuó dándolo todo y gozando pero…
todo lo bueno tiene un final. Él acabó saciado y con ganas de
echarse a dormir, pensando perezosamente en cómo sería la de
mañana. Ella sin embargo, quedó vacía, arrancada de todo rubor,
inmóvil e impotente.
–Hasta la próxima –le
susurró mientras se estiraba, dejando a un lado la cáscara de su
primera sandía.
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