viernes, 22 de febrero de 2019

Un rosado éxtasis.




El fin del trabajo, el calor, la juventud… todos lo llevaron al mismo lugar, al tan esperado momento, y en tan deseada compañía. «Te he añorado durante tanto tiempo…», pensó, pues las palabras sobraban. Tomándola con ternura, la situó entre sus piernas. Sus manos, curtidas por tantas horas de sol y dura labor se cerraron en torno a sus curvas, que se amoldaron a él como si el destino mismo reclamase la unión de ambos. Él: fogoso, fuerte y hambriento; ella: pequeña, tierna y húmeda. Lo que ella no sabía: cuán indefensa estaba, y que sería solo la primera de muchas en aquel verano. Lo que él sí sabía: que haría todo lo que estuviera en su mano porque la experiencia fuese inolvidable, pues la primera siempre era la mejor.

Sabía muy bien cómo empezaría el encuentro, y cómo acabaría, por lo que se puso manos a la obra. La despojó de sus tan impertinentes envolturas sin rudeza, pero con decisión, y llevó toda la frescura de ella hasta sus labios. La olisqueó como cualquier animal haría para seleccionar una pieza de su dieta, y empezó a atacarla con todo su arsenal: inocentes lamidas, juguetones mordisquitos, hasta las caricias de su vello facial eran bien recibidas. El calor del momento hizo que la cara de él acabase totalmente perdida y decorada con los dulces exudados de ella, pero a él eso no le molestaba, todo lo contrario. Su irresistible sabor y el intenso frenesí del que no deseaba salir hicieron que perdiera la noción del tiempo mientras disfrutaba de aquel pedacito de ambrosía. Continuó dándolo todo y gozando pero… todo lo bueno tiene un final. Él acabó saciado y con ganas de echarse a dormir, pensando perezosamente en cómo sería la de mañana. Ella sin embargo, quedó vacía, arrancada de todo rubor, inmóvil e impotente.

–Hasta la próxima –le susurró mientras se estiraba, dejando a un lado la cáscara de su primera sandía.

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