Corría una primavera cualquiera de los años sesenta, en un pueblo costero de la España de la época situado en algún punto entre Carboneras y Alicante. Raúl era un muchacho alto y con muy buena percha, de espaldas anchas, pelo negro, y piel bien tostada por el sol de su adorada playa. Sus padres le habían enseñado lo que eran el respeto y el bien estar y, si bien gastaba algo de carácter, tendía a saber cómo y cuándo manejarlo, ya fuese cerrando la boca, apretando los puños, o haciendo lo propio con los dientes. Pero no siempre había sido así… No era la primera vez que veía la comisaría por dentro, precisamente por aquellos prontos suyos que, en el pasado, no sabía controlar. En otra época fue un auténtico janglonazo y, sirviéndose de no muy buenas compañías, se había visto invirtiendo noches en la mitad de los calabozos de allí. ¿La parte buena? Muy obvia: la experiencia no era placentera, y lo ayudó a comprender que, quizás, golpear a un guardia que le había llamado la atención no era la mejor de las decisiones. ¿La mala? Que, en el fondo, aquello no era tan eficaz como cabía esperar, pues su padre era amigo del comisario, y Raúl tardó bastantes años en asimilar que esa relación no le daba derecho a saltarse las normas.
En cualquier caso, pocos remedios hay para la insensatez de la adolescencia, como la medicina que es el tiempo. En sus diecimuchos, aquel muchacho, a base de paciencia y muchos cabezazos contra la pared, había conseguido encauzar su conflictiva conducta. Claro estaba, era demasiado tarde para recuperar un expediente académico como el suyo, pues nunca le había gustado estudiar, ni le había dado a los libros la importancia que merecían. ¿Qué le podía quedar a alguien como él? O la obra, o tirar de cuñados, tíos, o como en su afortunado caso, amigos de la familia. El padre de Raúl se enteró de que tenían hueco para él en la comisaría, ¡qué ironías podía deparar la vida! Don Miguel, el comisario, no era ajeno al cambio que había experimentado el chiquillo
poco a poco, y aceptó de buen grado el darle una oportunidad. Nadie tenía muy claro si iba a ser un bedel, un becario, un ordenanza o, sencillamente, un “mozo”, pero lo que sí sabían es que se iba a pasar unos cuantos meses pateando pasillos como un pipiolo y haciendo recados bajo un techo fresco, que ya era más de lo que podían presumir muchos a su edad.
Y allí estaba él, en su primer día, con un uniforme marrón que le quedaba bastante estrecho, sudores inundándole la frente que denotaban, tanto el chicharrete que hacía, como su propio nerviosismo, y una gran caja bajo el brazo cuyo olor insinuaba la naturaleza de su contenido. A juzgar por el peso, la forma, y sus cantares, juraría que su contenido era un buen puñado de marisco, pero era imposible hacer algo más que suponerlo hasta que la abriera. Estaba dirigida al mismísimo comisario, y su trabajo era entregarla entera, lo antes posible. Al llegar a la puerta de Don Miguel, su asistente intentó cortarle el paso pero con una presentación, un par de gestos, y tres pares de palabras, comprendió sus inofensivas intenciones. Raúl tragó saliva, y tocó con indecisión en la puerta. El inconfundible tono de aquel hombre se hizo notar a través de la madera, con un tosco «¡Pasa, pasa!», orden que Raúl acató al momento. Al entrar al despacho, el muchacho vio una, dos, y tres caras además de la de Don Miguel, lo que casi le hizo dejar caer la caja por puro nerviosismo.
–¡Hombre, Raúl, no sabía que estabas ya por aquí! –dijo el comisario tras sus galones, y sobre una canosa barba castaña que delataba sus más de cincuenta años de edad.
–He empezado hoy, Don Miguel. Le traigo un recado, una caja para usted –los otros seis ojos de la sala se sumaron a los del comisario, y se clavaron en el chaval.
–Ah, bien, déjala en esta silla. ¿Cómo te va en tu primer día? –Don Miguel estaba siendo cortés, pero algo sonaba raro en sus palabras. Era una cortesía artificial, apresurada, como la de alguien que quiere quedar bien tras un día de perros.
–Está siendo un día tranquilo, no tengo demasiada tarea –Raúl hizo caso de sus palabras, depositó la caja donde le habían dicho, y le dio al comisario una carta cerrada que iba con el encargo.
–A ver, a ver, trae –Don Miguel tomó un abrecartas con forma de espada ropera y abrió el sobre, tras lo que empezó a leer en voz alta–. «Estimado Don Miguel, en honor a la gran labor que realiza día tras día en nuestra localidad, deseo hacerle entrega de este modesto regalo. Espero que sea del todo de su agrado, y que lo disfrute con los suyos.»
Los ojos del comisario viajaron del papel a la caja, olfateó el aire, se levantó de su silla, y la abrió con un par de tirones y poca delicadeza. Raúl, sospechando lo que había en su interior, e intuyendo quién lo había enviado, sintió cómo un torrente de emoción le regaba el alma pero, en contra de lo que esperaba, el comisario dio un grito, y adoptó una mueca de la más exagerada de las repugnancias.
–¡Pero será hijo de…! –sus palabras frenaron antes de terminar el improperio–. ¡Una caja de gambas! ¡Va el muy impresentable y me envía una caja de gambas! –Don Miguel tomó la carta de nuevo, y le echó otro vistazo rápido–. ¡Claro, sin firmar! ¡Y con faltas de ortografía, pero qué mala leche tienen algunos! –en esta ocasión, sus ojos tomaron el rumbo contrario, y encontraron los de Raúl–. ¿De dónde viene esta caja, Raúl? –el muchacho tragó saliva una vez más.
–N-no lo sé, Don Miguel. ¿Qué ocurre, no le gustan las gambas? –ante la pregunta, uno de los otros tres hombres no pudo contener un resoplido nacido de la risa, pero lo extinguió ante la mirada de desaprobación de su jefe, que se puso rojo de furia.
–Zagalico, ¿has tomado clases para ser tan estúpido? –le dijo el comisario, y Raúl escondió un puño tras su espalda, que apretó con fuerza.
–¿Eres nuevo aquí? –preguntó otro de los hombres, y Raúl asintió–. Ven conmigo, anda, que tengo un par de recados para ti –el policía tomó la caja de marisco con un brazo, le puso una mano en el hombro a Raúl, y tiró de él hacia afuera.
–¡Sí, vete, anda, vete, que vaya torrija llevas encima! Y si vuelven a mandarme una porquería así, que cante tanto como esto, ¡míralo primero, tontaina, antes de hacerme perder el tiempo! –gritó el comisario, ya a varios metros de distancia.
Raúl se sintió asustado y enfurecido al mismo tiempo. Asustado, porque temía por su trabajo tras tamaño estreno, desde luego, pero enfurecido también, porque no merecía aquel insulto que le habían dedicado tan alegremente. Caminaron durante un buen trecho de pasillo en el que Raúl se imaginó haciendo más de una barbaridad sobre la barba de su superior, pero no tardaron en bajarlo de su rabiosa nube.
–Te lo voy a contar porque eres joven y nuevo –comenzó aquel policía que le había salvado el pellejo–. El comisario es alérgico al marisco. Cuando era más joven le encantaba como al que más, pero cuando tuvo el primer ataque y el médico le sacó la alergia, surgieron muchas burlas y tonterías a su costa, por lo que acabó odiándolo. Al principio, ignoraba la mayoría de ellas o se las tomaba con humor, pero se hartó y, de un tiempo a esta parte, se pone hecho un basilisco cada vez que se lo recuerdan –el muchacho asintió en silencio, aquello tenía sentido.
–Pero eso no le da derecho a insultarme, ¿no cree usted? –el policía se rio a pleno pulmón.
–Derecho supongo que no. Pero esto no es tu casa, chaval, mientras él esté por encima de ti en la cadena de mando, te va a tocar tragar sapos y culebras –Raúl no había nacido el día anterior, ya sabía esas cosas. Pero claro, una cosa era escucharlo de boca de sus padres, y otra, saborear aquella basura con su propio paladar.
–Vaya un imbécil –declaró sin pensar, y una potente colleja impactó en su nuca.
–¡No digas sandeces! Don Miguel es un muy buen hombre, lo que pasa es que es difícil verlo de primeras. Está claro que no es la clase de persona que te gustaría invitar a unas vacaciones a la montaña, pero sí es alguien que desearías tener cubriéndote en una trinchera –Raúl se rascó el lugar que sirvió para bajarle los humos–. ¿Sabes que tu padre y él son amigos desde la infancia?
–Sí, lo sé… –añadió, secándose el sudor de la frente.
–Ya, bueno…, pero hay más: ¿sabes que Don Miguel le salvó la vida a tu padre hace muchos años? No conozco la historia... Igual fue en la mili, en la guerra, o lo empujó del camino de un camión, pero pasar, pasó. De no ser por Don Miguel, ¡igual tú no estarías aquí!
Aquello pilló a Raúl por sorpresa, lo que hizo al mismo tiempo que le diera rabia, y que se sintiera mal por el apelativo que había dedicado a la espalda de su jefe. Pero bueno, en cierto modo, estaban en paz así. La conversación continuó sin un claro rumbo, hasta que aquel señor, que se acabó identificando como Paco, le dejó una pila de papeles que tenía que rellenar con datos rutinarios, y entregar aquí y allá, lo que le mantuvo entretenido durante unas cuantas horas. Al final, con una extraña sensación
que le recordaba a cuando se obligaba a atender a todas las horas del instituto, mitad cansancio, mitad satisfacción, levantó la cabeza de los papeles, y se estiró en su silla. Ya casi era la hora de salir… Igual, si no hacía mucho ruido, podía darse una cabezadita. Pero no iba a tener suerte pues, cuando empezaba a relajarse, el asistente del comisario apareció delante de su mesa.
–Raúl, ¿verdad? –el muchacho asintió–. El comisario quiere comer contigo hoy –y el muchacho se volvió a lubricar el gaznate.
–¿S-sabe usted para qué? –el asistente se encogió de hombros.
–Pues no, ni la más remota idea. ¿Sabes dónde está el bar Los Mariscos? –nuevamente, el muchacho movió la cabeza de arriba abajo–. Pues allí te quiere ver Don Miguel, sobre las dos.
Sin mediar más palabras, el asistente se dio la vuelta y se marchó, dejando a Raúl con una nueva preocupación. ¿Los Mariscos, precisamente? Tenía que ser una broma. ¿Querría disculparse? No, qué va. Antes se lo imaginaba poniéndolo de patitas en la calle por aquella nimiedad, que disculpándose, y aquello no mejoró su estado de ánimo. ¿De verdad iban a quedar en un bar para echarlo? ¿Una última cortesía, por conocer a su padre? ¿O quizás tenía preparada alguna argucia que a un jovenzuelo como él no podía ocurrírsele? El muchacho miró de nuevo al reloj, quedaba una hora escasa para su cita, y poco más de media para acabar el turno. Sin más instrucciones ni obligaciones que recayeran sobre él, se dispuso a quemar aquel tiempo mirando por la ventana, y temiendo por su futuro.
Llevaba casi una hora dándole vueltas a la cabeza. Después de salir, se había planteado incluso ir hasta su casa corriendo para emperifollarse un poco pero, al final, decidió optar por la profesionalidad del uniforme. Las dos, las dos y diez, las dos y
veinte, y el comisario no aparecía en Los Mariscos, ¿acaso era verdad lo de la broma? Tenía toda la pinta, desde luego, máxime, teniendo en cuenta el nombre del lugar. ¿Quería devolvérsela? La idea se desvaneció de su cabeza cuando vio pasar a Don Miguel por el escaparate del bar, y un nuevo hilillo de saliva se coló por la garganta del mozo. El comisario entró, lo saludó con una media sonrisa, y se sentó en la mesa que él había ocupado previamente.
–Zagalico, ¿qué tal tu primer día? –le preguntó.
–Un poco aburrido, pero bien. No ha pasado nada importante –respondió, haciéndose el tonto. El comisario, sin embargo, negó enérgicamente con la cabeza.
–No, no, claro que ha pasado algo importante. Mira, Raúl, no se me dan bien estas cosas, pero me he portado como un imbécil esta mañana. Llevo… unos cuantos de días muy malos, y lo de la caja de gambas me encangrenó la sangre y me hizo pagarlo con lo más pequeño que me he encontrado, como haría un rufián. Lo siento –sus palabras sonaban sinceras, pero Don Miguel no perdió en ningún momento su aire de solemnidad.
–No se preocupe, Don Miguel. Me sentó un poco mal al principio, pero creo que de días malos y prontos sé un rato –el comisario siguió en sus trece, negando con la cabeza.
–No, no, estuvo mal, estuvo mal –insistió–. El que envió esa caja tuvo muchísima mala leche, pero tú no tienes que pagar mis platos rotos, ni los suyos.
La reunión continuó durante unos minutos menos tensos de lo que el chaval se imaginaba, en los que Don Miguel y Raúl hablaron sobre los pormenores de su primer día de trabajo, y pidieron la comida. Ambos coincidieron en ordenar sendos filetes de
atún de ijada con sendas y generosas guarniciones de patatas, evitando a sabiendas la especialidad de la casa, el mayor, por motivos médicos, y el menor, por decoro, y por no arriesgarse a convertir sus dientes también en un motivo médico. Así continuaron, hasta que una cosa llevó a la otra, y al muchacho le retornó a la mente el tema de la caja de gambas. Dejando a un lado la salida del tiesto de Don Miguel, Raúl tenía un segundo nudo en el estómago que aún no había deshecho. No tenía una prueba documental que confirmara quién había enviado aquel regalo, pero estaba seguro al noventa y nueve por ciento de saber quién fue, y de que no lo había hecho a malas. Pero claro, era un tema demasiado complicado, y el chaval sentía que aquel regomeyo iba a hacerlo estallar de un momento a otro.
–Y bien, Raúl –dijo el comisario, sacándolo de sus pensamientos–. Aquel amigo de tu padre… ¿Don Faustino se llamaba? ¿Cómo le va?
Como si estuviera preparado por algún siniestro guion, aquella pregunta solo hizo empeorar la, ya de por sí, precaria situación de sus entrañas. Don Faustino era un amigo íntimo de su familia, el cual había tenido el placer de conocer a Don Miguel por medio de su padre cuando, unas semanas atrás, denunció unos cuantos actos vandálicos y palizas en su barrio. El comisario movió cielo y tierra, y consiguió detener a los criminales con gran celeridad, por lo que Don Faustino se mostró muy agradecido. Raúl tomó aire, listo para soltarlo todo…, a su manera.
–Está mal, Don Miguel, muy mal. La verdad es que ha tenido una racha muy mala el pobre hombre –el comisario arqueó media ceja.
–Ya somos dos, entonces –Raúl quiso mantener la cortesía, y aplazó su plan.
–¿Y eso?
–Son malos días, Raúl, malos días. Tengo mucho trabajo, se me juntan el hambre y las ganas de comer, y mi señora está pasando por lo que tú esta mañana, solo que día sí, y día también –Don Miguel sacó un pañuelo de tela de uno de los bolsillos de la camisa de su uniforme, y se secó el sudor de la frente–. Pero bueno, esto es algo para contarle al cura, no para aburrir a un muchacho. ¿Qué le ha pasado a Don Faustino?
–Ha tenido una semana de lo peor, de las que nadie desearía a su peor enemigo. Ustedes se conocieron hace poco, ¿cierto? –el jefe de policía asintió.
–El día que me lo presentó tu padre –en efecto, de aquello no hacía más de una o dos semanas.
–Entonces, es normal que no lo sepa. Resulta que la semana pasada, su mujer se le fue para el otro barrio –Don Miguel abrió mucho los ojos.
–¡Cielo santo! ¿Y eso? ¿Qué le pasó? –el muchacho adoptó una mirada de duda.
–Ni idea, no me gusta enterarme de esas cosas. Sé que fue algo súbito, ¿un infarto, a lo mejor? Algo de eso, vaya usted a saber… –el comisario tomó un trozo de pan, y lo masticó con desgana.
–Pobre hombre, y tanto que ha debido tener una mala semana –Raúl se rascó la coronilla.
–Pero su desgracia no acaba ahí, Don Miguel… –estaba entrando en un terreno pantanoso, y lo sabía. ¿Debía continuar? Francamente, no tenía ni idea.
–¿…Y bien? ¡Vamos, nene, que me tienes en ascuas! ¿Es algo personal, o qué? –Raúl asintió, pero tenía que contárselo, era necesario.
–Es personal, sí, pero… –se aclaró la garganta, y sacó pecho–. Resulta que Don Faustino nunca ha tenido demasiada relación con su hija, porque nunca ha tenido demasiado tiempo para dedicarle a la pobre. Y claro, cuando su madre pasó a mejor vida, pensó en poner su mejor intención sobre la mesa, y pasar más tiempo con ella. Se tomó unos días libres para ayudarla en aquellas penurias, llevársela de compras, ir al cine y tal…, creo que hasta hicieron un pequeño viaje en el que se gastó la mitad de sus ahorros. Tanto empeño puso en aquello, que se la llevó al trabajo no hace mucho –el nudo de su estómago fue subiendo, hasta que se convirtió en unas garras que le aferraban el corazón.
–¿En qué trabaja Don Faustino, Raúl? –el muchacho se aclaró la garganta de nuevo.
–¿Se acuerda usted de la tormenta de hace dos días, y de las noticias? –Don Miguel alzó la mirada, haciendo memoria. A ojos vista, los engranajes hicieron click en su cabeza, y empezó a temblarle la mandíbula.
–N-no me digas que…
–Pues sí, Don Miguel, sí. De los tres pescadores que murieron en la tormenta, Don Faustino no era uno de ellos. Su hija, por el contrario… –el comisario alzó una mano, pidiéndole que parase.
–Basta, basta, me imagino el resto –por encima de su barba, el semblante se le quedó pálido.
–El pobre está ahora durmiendo en nuestra casa, imagínese… Dice que perdió el conocimiento y que, cuando despertó, había cambiado una hija por el cargamento de gambas más grande de toda su vida. Hay hasta quienes dicen que hizo un pacto con el
demonio, pobre hombre –los ojos del comisario se humedecieron, pero lo disimuló parpadeando repetidas veces.
–Maldición, Raúl… ¿La caja de esta mañana era suya? –eso le gustaría saber, aquella era la pregunta del millón.
–No lo sé con certeza, Don Miguel, pero apostaría a que sí.
Con el cuerpo desecho y las piernas temblándole, el comisario se levantó de la mesa. Sacó su cartera, y depositó dos billetes marrones de cien pesetas, suficientes para pagar de sobra la cuenta entera. Sin ni siquiera despedirse, Don Miguel abandonó la escena, jadeando. No iba a mentir, Raúl se sentía francamente mal, pero tenía que sacarse aquel peso de encima, y vaya si lo había hecho. Pero no era solo por él. De no ser así, si no le hubiera contado a su jefe aquello, ¡a saber qué clase de habladurías se extenderían por el pueblo! ¿Cuánto tardaría Don Faustino en escuchar por las calles que un indeseable le había enviado marisco a un alérgico? ¡Y al comisario, nada menos! Si hubiera sido él de verdad, como Raúl sospechaba, sería como volcar un salero sobre su herido ego. No, definitivamente, era algo que tenía que evitar. Además, Don Miguel era el comisario, no iba a romperse por algo así, seguro que tendría entereza para tragar aquello.
Raúl pasó su descanso sin mortificarse demasiado, mucho más aliviado y, como un chaval tras su turno de trabajo, lo invirtió en una bien merecida siesta. En su turno de tarde, sin embargo, no pasaría mucho hasta que algo perturbó su pasajera paz interior. La mitad de la comisaría olía a gambas, pero lo más llamativo de todo era la conmoción generalizada que se había extendido por el personal. Todavía no conocía a casi nadie, por lo que buscó con la mirada a Paco, su benefactor de la mañana, y se dirigió hacia él.
–Perdone, ¿qué ocurre?
–¿No te has enterado? Al comisario le ha picado un bicho raro o lo que sea. Me pidió la caja de gambas, y se puso a repartirlas por la comisaría cual Rey Mago. ¡Pero ahí no acaba la cosa! Después, cuando estaban ya todos comiendo, llamó la atención a todo el mundo, cogió una gamba, la peló, y se la metió en la boca mientras gritaba que “es de bien nacidos ser agradecidos” –Raúl se llevó las manos a la cabeza–. No te preocupes, está bien. Se empezó a hinchar como un globo, claro, pero lo consiguieron arreglar a tiempo en el hospital, saldrá de esta.
El muchacho asintió con cara de situación, y se dirigió a su mesa con la cabeza agachada, sin saber si sentirse culpable, o si reírse de aquel absurdo. En cualquier caso, no pudo evitar que una sonrisa asomase en sus labios, mientras las palabras que le habían dicho unas horas atrás resonaban en su cabeza: “No es la clase de persona que te gustaría invitar a unas vacaciones a la montaña, pero sí es alguien que desearías tener cubriéndote en una trinchera”. Si algo había aprendido aquel día Raúl, era que en aquella vida había muchas clases de guerras, y muchas clases de trincheras.
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