martes, 14 de agosto de 2018

Nunca es tarde


Un hijo perdido del que hacía décadas que no sabía nada, una esposa que lo había dejado por insoportable, y una hija que lo visitaba muy de tarde en tarde. Esas eran las tres cosas que la vida le había dejado a Manuel por su mal carácter y sus viejas maneras, primitivas en su mayoría. ¿Quién podía culparlo? En su época, los hashtags se llamaban “qué dirán”, la auto-ayuda la daba una visita al párroco, y los hombres y mujeres que se veían atraídos por los de su sexo, en el mejor de los casos eran un hazmerreír, y en el peor, unos desviados que enderezar a golpes y gritos. Incluso tras años de malos tratos, la niña, que era ya una mujer cargada de mucha paciencia, seguía queriéndolo en el fondo. Amargado y solo, tuvo tiempo de sobra para condenarla, perdonarla, reflexionar, aceptar su propio error, y aceptar el perdón de la niña que, comprendió, era el único justificado.

A sus sesenta y tantos, Manuel estaba muriendo en la habitación de un hospital. Cáncer, decían, y no tenía grandes esperanzas de superarlo, ni ganas de luchar por ello. Se había informado de aquí y de allá y, aunque había mil y una causas, había pensado mucho y tenía su propia respuesta, la que él necesitaba: estrés, por su carácter y su viejo odio. ¿Un castigo divino, tal vez? De cualquier modo, si aquello no se lo había ganado él, que bajase el altísimo a decírselo a la cara. Postrado en una cama y respirando con dificultad, Manuel temblaba, pero no porque fuese a morir, ni porque fuese a hacerlo solo. Temblaba de miedo porque esperaba una visita.

La puerta de su habitación chirrió, y la enfermera anunció aquel momento que tanto temía: Elena, la niña de sus ojos, acompañada por Rosa, su novia, y con un carrito de bebé entre las manos. Se lo había anunciado unos meses atrás, que le esperaba una grata sorpresa, pero no se imaginaba que sería aquella. Manuel miró a los ojos a Elena y a Rosa, y ambas se cogieron de la mano. Elena también temblaba. ¿También estaba asustada? ¿Por qué? Hacía tiempo que lo había perdonado, ¿no era así? Los brazos de su hija tomaron algo de dentro del carrito, y se lo acercó a su padre: un bebé, negro como un tizón, con el pelo rizado y los ojos verdes. En otro tiempo, Manuel se habría puesto hecho un basilisco, pero en momentos como aquel comprendía que el cáncer y su perra vida habían hecho más bien que mal por alguien como él. No le quedaban fuerzas para pelear y no las quería, por nada del mundo. Manuel tomó al bebé entre sus arrugados brazos, su nieta. La miró a los ojos, y le pareció contemplar el paso de la eternidad en aquellos luceros rebosantes de inocencia. ¿Qué era aquello que sentía? Era algo nuevo, distinto, le recordó a cuando tomó a Elena por primera vez. Pero ahora no era padre, sino abuelo, y de una criaturita que, aunque no era de su sangre, era preciosa. Entonces, lo comprendió: lo que sentía era orgullo, el orgullo de haber dejado aunque fuese una minúscula huella de algo bueno en el mundo, y en aquellas hermosas personas. Manuel tosió y una idea floreció en su debilitada mente: él, llevando de la mano a su nieta a la feria del pueblo cuando sus madres no tuvieran tiempo de hacerlo, comprándole toda clase de caprichos, y contemplando la más preciosa y sincera de sus futuras sonrisas. Entonces, lo supo: vencería al cáncer, ahora sí que merecería la pena luchar.

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