Un
hijo perdido del que hacía décadas que no sabía nada, una esposa
que lo había dejado por insoportable, y una hija que lo visitaba muy
de tarde en tarde. Esas eran las tres cosas que la vida le había
dejado a Manuel por su mal carácter y sus viejas maneras, primitivas
en su mayoría. ¿Quién podía culparlo? En su época, los hashtags
se llamaban “qué dirán”, la auto-ayuda la daba una visita
al párroco, y los hombres y mujeres que se veían atraídos por los
de su sexo, en el mejor de los casos eran un hazmerreír, y en el
peor, unos desviados que enderezar a golpes y gritos. Incluso tras
años de malos tratos, la niña, que era ya una mujer cargada de
mucha paciencia, seguía queriéndolo en el fondo. Amargado y solo,
tuvo tiempo de sobra para condenarla, perdonarla, reflexionar,
aceptar su propio error, y aceptar el perdón de la niña que,
comprendió, era el único justificado.
A sus sesenta y tantos, Manuel estaba muriendo en la habitación de
un hospital. Cáncer, decían, y no tenía grandes esperanzas de
superarlo, ni ganas de luchar por ello. Se había informado de aquí
y de allá y, aunque había mil y una causas, había pensado mucho y
tenía su propia respuesta, la que él necesitaba: estrés, por su
carácter y su viejo odio. ¿Un castigo divino, tal vez? De
cualquier modo, si aquello no se lo había ganado él, que bajase el
altísimo a decírselo a la cara. Postrado en una cama y respirando
con dificultad, Manuel temblaba, pero no porque fuese a morir, ni
porque fuese a hacerlo solo. Temblaba de miedo porque esperaba una
visita.
La puerta de su habitación chirrió, y la enfermera anunció aquel
momento que tanto temía: Elena, la niña de sus ojos, acompañada
por Rosa, su novia, y con un carrito de bebé entre las manos. Se lo
había anunciado unos meses atrás, que le esperaba una grata
sorpresa, pero no se imaginaba que sería aquella. Manuel miró a los
ojos a Elena y a Rosa, y ambas se cogieron de la mano. Elena también
temblaba. ¿También estaba asustada? ¿Por qué? Hacía tiempo que
lo había perdonado, ¿no era así? Los brazos de su hija tomaron
algo de dentro del carrito, y se lo acercó a su padre: un bebé,
negro como un tizón, con el pelo rizado y los ojos verdes. En otro
tiempo, Manuel se habría puesto hecho un basilisco, pero en momentos
como aquel comprendía que el cáncer y su perra vida habían hecho
más bien que mal por alguien como él. No le quedaban fuerzas para
pelear y no las quería, por nada del mundo. Manuel tomó al bebé
entre sus arrugados brazos, su nieta. La miró a los ojos, y le
pareció contemplar el paso de la eternidad en aquellos luceros
rebosantes de inocencia. ¿Qué era aquello que sentía? Era algo
nuevo, distinto, le recordó a cuando tomó a Elena por primera vez.
Pero ahora no era padre, sino abuelo, y de una criaturita que, aunque
no era de su sangre, era preciosa. Entonces, lo comprendió: lo que
sentía era orgullo, el orgullo de haber dejado aunque fuese una
minúscula huella de algo bueno en el mundo, y en aquellas hermosas
personas. Manuel tosió y una idea floreció en su debilitada mente:
él, llevando de la mano a su nieta a la feria del pueblo cuando sus
madres no tuvieran tiempo de hacerlo, comprándole toda clase de
caprichos, y contemplando la más preciosa y sincera de sus futuras
sonrisas. Entonces, lo supo: vencería al cáncer, ahora sí que
merecería la pena luchar.
Lo compartiré. Y espero seguir leyendo
ResponderEliminar¡Gracias! :)
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