domingo, 28 de octubre de 2018

Sangre, muerte, y gloria.

Gerd yacía sobre las duras rocas del suelo de la estepa, con un hacha de mano a cada lado de su robusto cuerpo; hachas que lo habían acompañado durante años; hachas con las que había cortado innumerables quintales de leña, a lo largo de sus más de tres décadas de vida; hachas que había afilado un centenar de veces; hachas que habían segado tantas vidas en sus saqueos, que había perdido la cuenta; hachas, en definitiva, que habían compartido más momentos con él que ningún vivo. La boca le sabía a sangre, tanto suya, como ajena. Bajo una capa de suciedad y otra de agua de lluvia, sus potentes músculos trataban de brillar como los del más orgulloso y fuerte de los miembros de su clan... pero no podían. Con un colosal esfuerzo, levantó la cabeza, y se miró a su desnudo vientre. Una cruenta herida lo atravesaba de lado a lado, era un milagro que sus entrañas no estuviesen decorando el paisaje junto con los cadáveres de docenas de los suyos, y aún más de los del clan que los había atacado en mitad de la noche. El asalto fue inesperado, y la batalla, encarnizada y cruel. Sus amigos y familiares, junto a él mismo, habían conseguido repeler lo peor del ataque, seguramente sobrevivirían y mantendrían en pie por otros muchos años la supremacía de su clan. Pero él… dudaba llegar a verlo. Con un espástico tremor, su cuello cedió, y su cabeza volvió a reposar sobre el suelo con un chapoteo.

Nadie había ido a socorrerlo, ni a ejecutarlo. Sus ojos azules se cerraron y abrieron numerosas veces, sin saber si estaba en el mundo de los sueños, en el de los muertos, o en algún lugar intermedio, y desconocía cuánto tiempo llevaba allí tendido, incapaz de levantarse. Y entonces, escuchó unos pasos cercanos, ligeros, pero firmes. Un saqueador, o un guerrero de poco peso, le decía su experiencia. Su mano derecha intentó cerrarse alrededor del mango de una de sus hachas, pero los dedos no le respondieron. En su lugar, una mano áspera, pero fina y maternal, le tomó la suya. Gerd se esforzó, y abrió los ojos de nuevo, si bien no dio crédito a lo que contempló ante él. Un rayo de luz se había abierto paso entre las nubes de tormenta de aquella tarde, iluminando el que iba a ser su lecho de muerte mientras tres mujeres lo observaban. Las tres montaban sobre lobos enormes y vestían de manera parecida, con una armadura ornamentada de acero sobre un atuendo acolchado de pieles. Pero fue al mirarlas a la cara cuando el corazón de Gerd empezó a latir con fuerza. La piel de las féminas, blanca como la leche, no tenía mácula. La belleza de sus ojos azules y su cabello de oro no se aproximaba a la de ninguna otra mujer que hubiese conocido en vida. Sobre la testa llevaban cascos rematados con alas emplumadas, también de acero, y entre las tres se encontraba un magnífico corcel alado de capa torda. Desde su precaria posición le costó comprender lo que ocurría, pero no tardó en resolver el misterio: su muerte en combate estaba próxima, y las mismísimas valkirias de Odín habían acudido al campo de batalla para transformarlo en uno de sus Einherjar. Su humanidad provocó que un atisbo de pánico intentase tomar el control, pero sacudió la cabeza o, más bien, lo intentó, y se obligó a asumir su situación con hombría. Una oleada de orgullo lo acarició como la hoguera de su casa en invierno, mientras aquellas decididas mujeres lo ayudaban a montar sobre el caballo. Con la vista algo nublada, Gerd alzó la cabeza hacia el rayo de luz. Las valkirias se adelantaron a lomos de sus lobos, y se dieron la vuelta invitándolo a seguirlas bajo el repiqueteo de la lluvia. De pronto, sentía que había recobrado sus fuerzas de alguna parte. Tomó las riendas de su nueva y gloriosa montura, las arrió, y los cuatro volaron hasta perderse entre las nubes.

El camino a Valhalla debía ser largo, y Gerd no lo deseaba de otra manera. Al atravesar las nubes, el sol de la tarde comenzó a iluminar la escena, mientras el etéreo y rítmico batir de alas de su montura voladura lo mecía. Tras una larga y silenciosa espera, a lo lejos, comenzaron a aparecer diferentes edificaciones, cuya calidad arquitectónica haría palidecer de vergüenza la del Gran Salón de su clan. A medida que se acercaban, un coro de orgullosas voces, nacidas y curtidas entre las nieves del norte, fue llenando progresivamente el ingente vacío que los rodeaba. Las valkirias dirigieron la marcha hacia lo que parecía ser una gran ciudad sobre las nubes y el firmamento, que debía ser Valhalla. El corazón de Gerd fue calmándose, mientras contemplaba el comienzo de su destino final. Primero, los lobos lo llevaron hasta una gran edificación de piedra con incontables puertas. Allí, sus femeninas acompañantes lo despojaron de sus sucias ropas, su partida armadura y sus armas, y lo premiaron con un agradable baño caliente. Lo obsequiaron con un inmaculado y brillante camisote de mallas, ropas de abrigo nuevas, y le devolvieron a sus fieles y afiladas compañeras de fatigas. Cuando acabaron allí, lo llevaron a un nuevo lugar: una gargantuesca sala de madera con seis largas mesas, llenas de comida, y una infinitud de valerosos guerreros que disfrutaban de ella. Había tapices de las familias de los caídos decorando las paredes y, al fondo, una compañía de músicos que alegraba el ambiente de los norteños. Las mesas llegaban hasta los límites de la vista, y Gerd se dispuso a tomar un buen merecido almuerzo a base de salmón, solomillos de cerdo, pan, huevos y, por supuesto, hidromiel de la mejor calidad, hasta que se hartó. Sin embargo, allí tuvo su primera y extraña impresión: a medida que comía, se dio cuenta de que todos los demás guerreros disfrutaban, hablaban, y bromeaban entre ellos. Pero cuando Gerd intentó hablar con el que tenía más cerca, fue como si no estuviera allí... nadie le dio respuesta.

No pasó demasiado tiempo hasta que salió del salón, donde lo esperaban de nuevo sus tres escoltas y el corcel alado. En esta ocasión, lo llevaron hasta una casa de piedra, modesta, pero preciosa a los ojos. Gerd aceptó el papel que le tocaba, y abrió la puerta. Ante él se abrió un diáfano recibidor, decorado al gusto del que debía ser otro guerrero. En las paredes había escudos de armas; aquí y allá, estantes con armaduras, cascos, y aún más armas; los grises y firmes suelos de las habitaciones en las que se decidió a entrar estaban cubiertos con diversas y bien curtidas pieles, pero no fue hasta que subió una escalera, y encontró un dormitorio, que algo hizo que se le acelerase el pulso otra vez: un hombre, el habitante de aquella vivienda. Tenía los ojos azules y ovalados, como él. El pelo era castaño claro y trenzado, muy parecido al de Gerd. Su misma corpulencia, con algunos años más, si bien no muchos. Reconocería aquel rostro en cualquier parte, ya fuese en Valhalla, en Midgard, o en el mismísimo Helheim. Las facciones de aquel rostro no eran otras que las de su padre, un antiguo héroe de guerra de su clan, y ahora, un ejército de un solo hombre, como cabría esperar. La emoción hizo que se le subieran los colores, pero mantuvo la compostura, e hincó una rodilla en señal de respeto.

–Gerd, has crecido bien –dijo aquel hombre, levantándose de su silla.

–Gracias a vuestro alimento, padre –le respondió.

–Levántate. –Gerd obedeció–. No sé si enorgullecerme, o si apenarme por tu visita. –El hombre sacó un cántaro de una alacena, y sirvió dos generosos vasos de vino oscuro–. ¿Cómo estaba tu madre la última vez que la viste?

–Bien –respondió–. Feliz, pero sola –añadió, y su padre mostró una amarga sonrisa.

–Eso es mejor que nada. No te quejarás, hemos tenido a nuestra disposición a la mejor de las mujeres, ¡por el martillo de Thor, si hasta me soportaba a mí! –Emitió una profunda carcajada, y le tendió su vaso.

–Es cierto. –Gerd lo tomó, pero se pensó dos veces si beber o no.

–No fui muy buen padre ni marido, pero hice lo que pude. Al menos, al igual que tú, sí que fui un buen guerrero. El mejor de los guerreros. –Su padre chocó su vaso con el de Gerd sin previo aviso, y se llenó el gaznate con un profundo sorbo–. ¿Y bien? ¿Cuánto hace que llegaste? –Gerd lo miró a los ojos. Un detalle llegó a su memoria, y lo hizo llenarse de culpa.

–Unas horas –le respondió, sin más.

–¿Has comido algo? –le preguntó, y Gerd asintió–. Cuéntame algo, ¿has dejado hijos atrás? –Y fue aquella temida pregunta la que le provocó un nudo en el estómago.

–Siento deciros que no os he dejado nietos, padre. –En esta ocasión, el rostro de aquel hombre se ensombreció, pues sabía lo que eso significaba. Gerd había sido hijo único.

–Ya veo… En fin, es una lástima, pero no se van a alzar los gigantes del hielo por eso.

El hombre enterró la mirada en su vaso, y se lo terminó de un sorbo más. Sus palabras eran amables, pero su mirada decía algo más. En sus ojos había una fuerte decepción, si bien no iba acompañada de resentimiento. Una tristeza silenciosa que, Gerd lo supo, comenzó a corroerle las entrañas en aquel momento.

–Deseo volver a verte pronto –añadió–, pero si me disculpas, tengo otros asuntos ahora mismo.

Su padre le dio dos fuertes palmadas en el hombro, y se perdió por otra habitación. Apesadumbrado, Gerd dejó su vaso lleno sobre la mesa, y retornó al recibidor. Siempre se había visto a sí mismo como una persona muy primaria y simple pero, en aquel momento, decidió que necesitaba pensar, y visualizó un futuro imposible: un hogar caliente en un día frío, una buena mujer a su lado, media docena de hijos con los que honrar a su padre, y una abuela con motivos para irse feliz y orgullosa de aquella vida. En su mente, la imagen cobró vida, y le pareció lo más bonito que había sentido en todos sus años. Más bonito y más glorioso, de hecho, que lo que había sentido mientras ascendía a Valhalla, escoltado por tres hermosas valkirias, y cabalgando a lomos de un prodigioso caballo con alas. Gerd desahogó su frustración dando un tremendo puñetazo en la pared, y salió por la puerta. Su escolta seguía allí.

–Quiero volver al combate –declaró con firmeza.

–Eso no es posible, guerrero –dijo una de las valkirias.

–No me digáis lo que no puedo hacer –le espetó. Las mujeres se mostraron sorprendidas, pero no demasiado.

–Si volvéis con los mortales, no podréis retornar a Valhalla –lo increpó una de las mujeres, señalándolo con un dedo acusador.

–Volveré a Midgard, solucionaré un asunto pendiente, y volveré a ganarme el Valhalla –dijo Gerd con absoluta seguridad. Una de las valkirias lo observó, indecisa.

–¿Es esa vuestra voluntad, guerrero? –Gerd asintió, y acompañó el gesto con un puñetazo en su pecho–. Así sea.

De pronto, el vikingo sintió cómo se desvanecía. La luz de Valhalla se apagaba lentamente, y percibió un gran frío a su alrededor. Cuando se quiso dar cuenta, tenía los ojos cerrados y le pesaban los párpados. Sus brazos estaban entumecidos, pero sentía a sus fieles hachas en las manos. Una gran humedad lo envolvía, y el zumbido de un millar de insectos perturbaba su incómodo descanso. No… no eran insectos; era lluvia. Gerd abrió los ojos, y reconoció el lugar en el que se encontraba: la estepa de su clan. Le dolía todo el cuerpo, más aún que cuando recibió la cornada de un jabalí con catorce años. Miró hacia abajo, buscando la herida de su barriga, pero lo único que encontró fue una tremenda cicatriz muy bien cerrada. Quizás había sido un sueño, o quizás no, solo las nornas lo sabrían. Gerd tensó los músculos de sus piernas y flexionó las rodillas, que le dolieron como si le hubieran clavado incontables alfileres entre los huesos. Giró sobre sí mismo, y se impulsó hasta quedar de rodillas. Los costados le ardían como si acabase de darse un baño en un río de lava, y sentía la cabeza como cuando su primer caballo lo saludó con una coz en la sien. Gerd tomó aire, escupió una generosa cantidad de sangre, y se limpió la boca con el dorso de la mano. Reunió todas las fuerzas que sabía que le quedaban, y azuzó a la bestia salvaje que llevaba dentro de sí. Agarró con firmeza sus hachas, se puso en pie, y corrió bajo la tormenta, emitiendo un pavoroso grito de batalla que estremeció la tierra.

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