«Siempre he creído en que casi todo individuo mínimamente respetable sufre una metamorfosis mental en algún momento de su vida, y si hay algo capaz de potenciar este proceso, si bien no siempre lo hace, es una estancia en la universidad. La base de toda ciencia es la exposición de una hipótesis, seguida de un procedimiento experimental que busca demostrar su veracidad o desmentirla… y fue precisamente durante mis estudios cuando se me ocurrió una extravagante hipótesis. ¿En qué creo yo? Aquí lo plasmo: creo en un dios, pero también soy científico. No creo, sin embargo, en Yahveh, Buda, ni Alá, pero sí en algunas de las demenciales e indemostrables teorías que algunos científicos de élite han elaborado con el paso de las décadas. Una de ellas, les sonará, es la del Big Bang: un colosal núcleo de energía y materia estalló en alguna parte, creando un universo en expansión –en el que nos encontramos– que, algún día, por la acción de la gravitación universal, pasará de dicha expansión a la retracción, reiniciando el ciclo por una gran implosión conocida por el Big Crunch, y volviendo así al estado primigenio. Así pues, ¿qué dios es compatible con esa teoría? Uno diferente, uno alejado de todas las presumidas ideas que el ser humano ha creado para dar sentido a su existencia y para priorizarla sobre los miles de millones de años que tienen la Tierra y el Universo. Aquello en lo que creo es una entidad que se limitó a fabricar ese núcleo con una finalidad que, para nosotros, intentar razonar, rozaría con el sentido que tiene para un anélido el pensar sobre la teoría de la evolución o la antimateria. No obstante, iré un paso más allá, pues para hipotetizar, el cielo es el límite.
Dicen por ahí –desconozco la fuente– que un científico describió una pérdida pequeña de masa en todo ser vivo, al morir, cuya causa se desconoce. Los más románticos y poetas proponen la loca teoría de que se trata del momento en el que el alma escapa al cuerpo… y también me gusta esa teoría. Pero ahora digo yo: ¿qué rayos sería el alma? Los más espirituales dicen que es aquello que encierra nuestra esencia, nuestra consciencia, y nuestra sintiencia, lo que pilota nuestro cuerpo, algo que algún día se reunirá con nuestros antepasados en un paraíso de tamaño infinito en el que caben todos los que se han portado bien. Yo, por desgracia, no puedo creer en esta idea, nuevamente, por presumida y antropocentrista, por lo que propongo una nueva idea, no tan bonita pero, en mi opinión, algo más creíble:
Se oye por ahí la siguiente expresión: “por mucho que hagas en esta vida, no harás que el planeta gire en sentido contrario”, frase muy pesimista, pero demasiado real. A menos que alguien acumulase tal poder como para inventar un tremebundo cachivache cósmico, la Tierra seguirá su camino, e incluso si lograse alterarlo, le quedaría todavía un enorme Universo sobre el que solo soñar con poder influir. ¿No tiene, pues, la vida individual, trascendencia alguna? Los más temerosos de dios pensarán que el sentido de la vida consiste en honrar la gloria y gracia del plan del todopoderoso; los más tradicionales, conseguir un trabajo, crear una familia, y morir con la satisfacción del deber cumplido; los más ambiciosos exaltarían su individualidad acumulando dinero y poder; los más pesimistas dicen, incluso, que a la vida se viene solo a sufrir… Veo un punto en común: el sentido de la vida no es otro que el que cada uno quiera darle. No puedo afirmarlo, pero me gusta decir que el sentido de la vida es el de alcanzar la felicidad como cada cual pueda… aunque esto no hará tampoco que la Tierra gire en el otro sentido. ¿Qué es, pues, la vida, en términos más terrenales? No deja de ser un periodo de tiempo en el que un individuo traslada una cierta cantidad de átomos de acá para allá incontables veces, desde que nace hasta que muere. No olvidemos que hasta la más intensa y significativa de las emociones no deja de ser una intrascendental reacción bioquímica dentro de unas cuantas neuronas.
Siguiendo la argumentación, ¿cómo unir estos puntos? Vuelvan a pensar en ese extraño dios del que antes les hablaba, y en esa alma que ha escapado a un cuerpo recién muerto. Para mí, esa alma no es –primeramente, al menos– una esencia que se reunirá con sus antepasados, sino una cosa muy distinta. Para mí, esa alma es un algo que se ha empapado durante las distintas experiencias del individuo al que pertenecía con todos los datos que ha podido recolectar. Para darles una imagen mental, plantéense estos datos como si fueran un titánico listado de coordenadas que han seguido las partículas subatómicas del individuo en cuestión. El alma, pues, no dejaría de ser un banco de datos extremadamente eficaz, mejor que el más potente de los discos duros, capaz de alojar una infinitud de información y conceptos en una pequeñísima cantidad de masa. El extraño dios del que hablábamos no sería más que un juez, un lector capaz de escrutar los detalles de esta alma y de extraer todos sus datos. ¿Para qué? Poco más lejos puedo ir, me temo, pero me atrevo a dar un último paso.
Como decía, este misterioso dios creó el alma como un sistema con el que extraer muchísima información desde millones y millones de entidades, desde el más inteligente de los humanos, hasta la más aburrida de las piedras, pero creó también un sistema de reciclaje muy eficaz. ¿Recuerdan lo que hablamos sobre el Big Bang? Si algo no gustase a este dios, practicaría, en términos de higiene, el mejor de los vaciados sanitarios, pues al cabo de muchísimos años el universo se comprimiría de nuevo haciendo borrón y cuenta nueva. ¿Para qué? …En mi humana limitación, siento decir que aquí me quedo. Lo sé, no es una perspectiva muy alentadora, pero ojo, ninguna de las ideas de esta hipótesis es incompatible con la existencia de un paraíso, ni con la de un dios benévolo con inescrutables planes. Un ser vivo no deja de ser una prisión temporal y ordenada de átomos y energía. ¿Y si al morir, desgarrando así los lazos de la narcisista individualidad de la que gozamos, pasamos a formar parte de una conciencia colectiva y cósmica en la que, efectivamente, nos reunimos con nuestros seres queridos, creando nuestro propio y trascendental paraíso? ¿Y si recobramos en ese momento unos recuerdos que perdimos en el momento de nuestra concepción? Eso, queridos lectores, y por descabellado y espiritual que suene, no deja de dar pie a una nueva hipótesis, y a más ciencia.»
Incrédulo, el muchacho levantó la mirada del papel.
–¿Y dice usted que esto lo escribió durante sus años mozos? –El conserje le devolvió una sonrisa.
–Así es –corroboró–. ¿Puedes recordarme para qué habías venido?
–El profe me mandó a por la caja de vectores de gravedad. –El señor de la ventanilla extinguió una carcajada.
–La grande, supongo –añadió entregándole una enorme y pesada caja–. ¡Bienvenido a la universidad, muchacho!