Era tarde y, tras un hastioso día de atender audiencias, se preparaba para finalizar la jornada en la privacidad de su alcoba. Las paredes frías de su regio hogar la miraban con los ojos de sus antepasados, como incontables y descontentos aliados que exigían una solución contra el monstruo que se cernía sobre la corona. Pero lo que encontró allí, lejos quedó de un fin de jornada y, más aún, de un momento privado.
–Majestad –saludó un individuo entre las sombras, acompañando sus palabras con una exquisita reverencia.
La respuesta natural de Elizabeth Tudor debía haber sido la de llamar a los guardias apostados en la puerta pero… se contuvo. Al alzar la luz de una vela cercana, observó que el inesperado visitante llevaba un bello y elegante traje de seda roja, con una capa teñida de violeta. El conjunto no le recordaba a ninguno de los que había visto en su corte, y no llevaba ningún símbolo familiar u otra manera de identificarlo. Su rostro era afilado y pálido, y estaba encumbrado por un cabello negro, corto, y bien perfilado. Aquel individuo era… misterioso, y no parecía armado. Desprendía un extraño aire que causaba al mismo tiempo una sensación de peligro y curiosidad, mas no provocó ningún raro deseo en la Reina Virgen.
–No me suelo tomar a bien que alguien se infiltre en mi propiedad. Decid qué os ha traído hasta aquí –el extraño sonrió.
–Tal como esperaba de vos –el individuo caminó por la habitación, manteniendo las distancias–. Vengo a ofreceros ayuda contra la armada española.
Claro… ¿Qué otra cosa podía ser? “La Grande y Felicísima Armada”, como su red de inteligencia decía que la llamaban, se acercaba a Gran Bretaña poniendo en jaque a la corona inglesa. Más de cien barcos ondeando banderas y símbolos de Castilla, Aragón, y Portugal, además de otros tantos de órdenes y santos católicos. Se habían echado a la mar con el único objetivo de imponer su religión en Inglaterra, pues ni siquiera buscaban la soberanía sobre sus tierras. Y el hecho de que Felipe “el Prudente” hubiese mandado semejante ataque no hacía sino acrecentar lo terrible de la amenaza. Aquel rey tan amante de su meditación, sus responsabilidades, y su despacho, no era alguien que se pudiera tomar a la ligera.
–¿Y qué clase de ayuda podríais brindarme, Señor…?
–Eso no os incumbe… de momento, al igual que no lo hace mi nombre –tamaña insolencia renovó la tentación de llamar a sus guardias. Pero algo en él… algo… sencillamente le decía que no era un enemigo. No… no lo era en aquel momento.
–Habéis de comprender, señor, que aunque cualquier ayuda será bien recibida por mi pueblo, ofrecerla sin decir de qué se trata, y sin saber siquiera vuestro nombre, cae a la altura de fiarse de la profecía de un demente –el intruso asintió.
–Lo sé. No obstante, y aunque no puedo probar el alcance de mis manos, sí que puedo hacer lo propio con la agudeza de mis oídos –la soberana se mostró extrañada, pero también curiosa.
–¿Tenéis información de la que no dispongan mis propios súbditos? En tal caso, dejad la charla hueca –la reina tomó asiento–. Sorprendedme –el individuo realizó una floritura con una enguantada mano derecha.
–Como gustéis. No me cabe duda de que sabréis que don Álvaro de Bazán, el almirante de la Gran Armada española, ha fallecido recientemente por enfermedad, y que ha sido sucedido por don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, Duque de Medina Sidonia –la reina asintió con un movimiento rápido y seco–. ¿Sabíais, sin embargo, que dicho duque no es un navegante tan experto como su predecesor? –la reina guardó silencio por unos instantes.
–No es de extrañar –replicó–. Continuad –ordenó.
–¿Sabíais también que la armada española está compuesta por una mayoría de navíos más preparados para los tranquilos vientos del Mar Mediterráneo que para los rigores del Canal de la Mancha? Apostaría a que, salvo por una decena de grandes galeones portugueses, la mayor parte de la armada del Rey Felipe no sabe ni dónde se está metiendo –la reina alzó una mano.
–Suficiente, intuyo que tendréis vuestros motivos para querer perjudicar a mis enemigos. Decís que queréis ayudar a mi pueblo… ¿A qué precio? –el individuo mostró una sonrisa con afilados dientes de sierra, y la mujer más poderosa de Inglaterra no pudo evitar sentir un escalofrío.
–Devolveréis vuestra deuda con intereses y antes de lo que pensáis, pero con la garantía de que sea cuando soplen vientos más favorables para vuestro reino.
La reina se había enfrentado a docenas de hábiles vendedores, corsarios de lengua viperina, y auténticos criminales que solo buscaban salirse con la suya, pero jamás se había sentido verdaderamente amenazada. Aquel individuo, por otra parte… ¿Qué era lo que escondía? Tenía una tenebrosa y fría certeza: si asentía con su cabeza, ganaría la batalla. ¿Qué sería aquello que le ofrecía, y que tendría que devolverle a ciegas? «Algo que, con la armada de Felipe en el fondo del mar, se podrá pagar», se dijo con la decisión que la caracterizaba. Elizabeth movió su cabeza de arriba abajo, y su indeseado acompañante volvió a sonreír.
–Habéis tomado la decisión correcta, Majestad –declaró, mientras miraba por un ventanal hacia la negra noche–. Ahora, si me disculpáis... otras responsabilidades me llaman.
La reina estuvo a punto de pararlo, pero las tornas giraron: aquel ser se quitó el guante derecho, mostrando una afilada garra de color rojo. Con un elegante movimiento trazó un tajo ascendente en el aire, y la misma realidad pareció rasgarse de manera incomprensible. La falla se abrió, y de ella penetró un frío gélido acompañado de una millonada de hórridos lamentos que bien recordarían a los de las almas eternamente torturadas del infierno. La sola idea… Elizabeth Tudor se aclaró discretamente la garganta, pero no pudo sino observar en silencio cómo aquel individuo se perdía en la oscuridad, mientras la falla se cerraba a su espalda.
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