lunes, 24 de septiembre de 2018

Misma historia, distinto personaje

Silvus… ¿qué contar sobre él? Poco, la verdad. Fue un simple chiquillo elfo, como tantos otros miles que poblaban la huerta de Khauntea. Guapito de cara, de piel suave y cuerpecito esbelto, lo que venía siendo eso, un elfo. Vástago de una puta cualquiera y del putero que la contrató, quien acabaría acarreándolo tras su nacimiento… pero claro, eso él nunca lo sabría. Para él, su madre era una amorosa muchacha humana, una bailarina de la compañía de teatro para la que trabajaba su padre. Compañía, por cierto, en la que Silvus se desarrolló sin demasiadas preocupaciones. Poco importaría su impuro pasado mientras fuera joven, pues nadie de entre ellos se metería en avivar malas lenguas. Era feliz, y era todo lo que importaba. Lo era, sí… lo era…
Pasó en la noche. Silvus se despertó por un terrible grito de dolor que vino de alguna parte, y se decidió a abandonar la seguridad de su tienda para ver lo que ocurría. Fuego y sangre; acero y hedor de entrañas abiertas; Silvus miró en todas direcciones y acabó por confirmar sus peores sospechas: incontables asaltantes estaban pasando a cuchillo a todos aquellos que habían sido su familia, y no asaltantes cualquiera, sino unos enormes individuos de piel verde, rasgos simiescos, y toscas vocalizaciones. Orcos. Orcos que querían sangre y lo poco que pudieran rapiñar. Ni que decir tiene que el pobre Silvus, pequeño y delicado, se quedó congelado en el sitio sin saber lo que hacer… hasta que uno de aquellos asesinos se plantó delante de él. El individuo dijo algo, pero Silvus no lo entiendió, pues no comprendía la lengua de aquellas bestias. Presa del pánico, solo vio cómo sacaba una hacha medio oxidada. Silvus cerró los ojos, se encogió… y algo lo empujó a un lado.
—Quita de en medio, cobarde. Corre y no mires atrás, que se salve por lo menos uno.
—Quita de en medio, torpe. Corre y no mires atrás, que se salve por lo menos uno.
Una voz demasiado conocida, que había proferido aquel insulto demasiadas veces a lo largo de su corta vida. Silvus volvió a abrir los ojos, y lo vio: su hermano. Ellos no lo sabrían nunca, claro, pero aunque compartían sangre, no eran hermanos de la misma madre. Su hermano, menor por un par de años, plantó los pies en la tierra, y tiró de él hasta sacarlo de delante del orco.
—¡CORRE, IMBÉCIL, CORRE!
Y así, sin más, fue como Silvus salvó la vida, y como dejó atrás a quien lo hizo posible. Su hermano… claro… él era harina de otro costal. El hermano de Silvus era semielfo, y ya desde que mamaba la teta de su madre fue robusto y exigente, por no decir que se trataba de una mala bestia. Nunca hizo verdaderos amigos en la compañía de teatro y nunca tuvo dotes para las artes, pero cuando hacía falta músculo para montar las tiendas o para detener una trifulca, era el primero en dar la cara. Sí… y por aquel entonces tenía diez años.
Y así, sin más, fue como Silvus salvó la vida, y como dejó atrás a quien lo hizo posible. Su hermano… claro… él era harina de otro costal. El hermano de Silvus era semielfo, y ya desde que compartían la mesa para comer apuntaba maneras… por no decir que siempre se quedaba el mejor bocado. Nunca hizo verdaderos amigos en la compañía de teatro y nunca le gustó el trabajo duro, pero cuando hacía falta músculo para montar las tiendas o para detener una trifulca, siempre hallaba la manera de acabar dirigiendo la acción… o las apuestas. Sí… y por aquel entonces tenía diez años.
  —¡Quedamos tú y yo, hijo de perra! —le gritó al orco—. ¿Vas a usar eso para atacarme, o para rasurarte el culo y dárselo a tu novio?
No supo si el orco lo había entendido, pero cargó un golpe que estaba aplazando. El hermano de Silvus se hizo a un lado de manera instintiva, y clavó sus dientes en el brazo del enemigo, arrancándole un grito de dolor.
No supo si el orco lo había entendido, pero cargó un golpe que estaba aplazando. El hermano de Silvus se hizo a un lado de manera instintiva, y clavó un abrecartas en el brazo del enemigo, arrancándole un grito de dolor.
  —¡Eso es, grita, ¡grita, bastardo, grita!
Lo que siguió fue una lamentable exhibición de suciedad y malas maneras. Entre gritos e insultos, el niño y el orco luchaban por quitarse la vida, pero el uno por débil, y el otro por torpe, no lograban su objetivo. Pasaron los minutos, y lo inevitable acabó por pasar: el orco tomó al crío por el cuello y lo estampó contra el suelo… pero no lo mató. Cansado por la refriega, el orco miró arriba, y el hermano de Silvus no tardó en comprender por qué. Un nuevo individuo apareció en la escena, un orco aún más grande, con un rostro de mirada más fría. Ambos intercambiaron unas cuantas palabras pero, para cuando terminaron, el hermano de Silvus solo sabía que había sido reducido, echado en una celda de hierro, y encadenado como un perro.
Y el tiempo pasó. Minutos, horas, días y meses… ¿años, quizás? El hermano de Silvus no dejó en ningún momento de ser el prisionero de aquellos indeseables. A veces lo dejaban salir de su celda para que estirara las piernas, o para que ayudara de mala gana en alguna labor, amenaza mediante, pues no tardó en aprender la lengua de las bestias. Sus carceleros, que pocas veces repetían la experiencia, tendían a turnarse en la tarea de mantenerlo con vida, pues lo que les profesaba no era precisamente gratitud. En una ocasión logró arrancarle un dedo a uno de los orcos con un fiero mordisco, pero siempre que ocurría algo así, el mismo jefe que había perdonado su vida en la noche del asalto intercedía por él, riéndose y aclamando su brutalidad. <<Soy una mascota>>, no tardó en comprender. No obstante, lejos de tomarlo como una afrenta al orgullo, el hermano de Silvus lo aceptó. Comportarse como una bestia lo mantenía motivado. Ser útil cuando se le exigía lo mantenía cuerdo. Ser una mascota… lo mantenía con vida.
Y siguió pasando el tiempo. El hermano de… ¿Silvus, se llamaba su hermano? Bah, cosas del pasado. La mascota de los orcos debía rondar ya los dieciséis o dieciocho años de un semielfo como él, y la pubertad había obrado verdaderas maravillas para aquello que se le daba bien: hacer el papel de una bestia. Pelo en el pecho, gran corpulencia, voz ronca. Aquella mascota ya no era tan graciosa como antaño, pero seguía cumpliendo con sus funciones. Lo que él no sabía era que no duraría mucho.
Lo que siguió fue una lamentable exhibición de suciedad y malas maneras. Entre gritos e insultos, el niño y el orco luchaban por quitarse la vida, pero el uno por débil, y el otro por torpe, no lograban su objetivo. No fueron más que unos segundos los que bastaron para que llegase lo inevitable: el orco tomó al crío por el cuello y lo estampó contra el suelo… pero no lo mató. Harto por la refriega, el orco miró arriba, y el hermano de Silvus no tardó en comprender por qué: un nuevo individuo apareció en la escena, un orco aún más grande, con un rostro de mirada más fría. Ambos intercambiaron unas cuantas palabras pero, para cuando terminaron, el hermano de Silvus solo sabía que había sido reducido, echado en una celda de hierro, y encadenado como un perro.
Y el tiempo pasó. Minutos, horas, días y meses… ¿años, quizás? El hermano de Silvus no dejó en ningún momento de ser el prisionero de aquellos indeseables. A veces lo dejaban salir de su celda para que estirara las piernas, o para que ayudara de mala gana en alguna labor, amenaza mediante, pues no tardó en aprender la lengua de las bestias. Aunque lo que les profesaba no era precisamente gratitud, la supervivencia apremiaba, y con una astuta mezcla de lengua de plata y cabezas gachas, el muchacho siempre lograba llegar entero a la noche. Alguna vez logró levantarle las llaves a uno de los orcos, pero nunca le salió bien y le costaba unas buenas palizas. Aun así, el mismo jefe que había perdonado su vida en la noche del asalto intercedía por él, riéndose y aclamando su picardía. <<Soy una mascota>>, no tardó en comprender. No obstante, lejos de tomarlo como una afrenta al orgullo, el hermano de Silvus lo aceptó. Comportarse como un truhan lo mantenía motivado. Ser útil cuando se le exigía lo mantenía cuerdo. Ser una mascota… lo mantenía con vida.
Y siguió pasando el tiempo. El hermano de… ¿Silvus, se llamaba su hermano? Bah, cosas del pasado. La mascota de los orcos debía rondar ya los dieciséis o dieciocho años de un semielfo como él, y la experiencia había obrado verdaderas maravillas para aquello que se le daba bien: estafar y manejar. Mayor presencia, arrojo, voz maleable y entrenada. Aquella mascota ya no era tan graciosa como antaño, pero seguía cumpliendo con sus funciones. Lo que él no sabía era que no duraría mucho.
<<¿Qué demonios?>>
En las largas horas que pasaba enjaulado, no había ni una noche en la que la mascota no tantease el cerrojo, o sus cadenas. No era raro que lo dejaran sin encadenar, o con el cerrojo a medio abrir, pero… sí que era inesperado que ocurrieran ambas cosas a la vez, como había pasado en aquella precisa noche. La mascota se movió en las sombras, pues debía aprovechar aquella oportunidad a toda costa. Uno de sus carceleros roncaba a pierna suelta con su hacha a su lado… y a pocos metros había otro. La mascota sonrió. Sin ninguna lástima, tomó el hacha y les devolvió el gesto que llevaba tantos años guardándose. No iba a exterminar el campamento, claro, pero sí que se tomó la molestia de coger cuatro de sus cabezas, y de entrar en la cabaña del jefe orco. También dormía… pero aquello debía ser distinto. La mascota cogió una de las cabezas por la cabellera, y la lanzó contra el durmiente.
—¡¿Qué…?! —El orco se incorporó, con un chorreón de sangre que no era suya corriéndole por la cara.
—Cierra la puta boca si no quieres acabar como él.
Y así lo hizo. La mascota se aproximó despacio, silencioso como una pantera ante su presa.
—Yo de ti no armaría mucho ruido.
Y no lo hizo. La mascota se aproximó despacio, silencioso como una pantera ante su presa. A oscuras estaba en desventaja, por lo que se tomó la molestia de encender una lámpara de aceite.
—Es gracioso: destruiste mi vida… pero después la salvaste otras muchas veces. Llevo años fantaseando con este momento y te odio por lo que hiciste… sin embargo, creo que a estas alturas, es mayor la gratitud que el odio que siento por ti. —El orco lo miró, sin miedo, atendiendo a sus palabras—. Vas a darme oro para sobrevivir durante unos días y un caballo para largarme, y no vas a dar la alarma. A cambio, te devolveré el favor y no vengaré a los que una vez fueron mis padres. —El jefe del campamento entrecruzó sus dedos, pero en cuanto la mascota percibió un mínimo de seguridad en su mirada, le lanzó una segunda cabeza, reafirmando quién tenía el control de la situación.
—Es… razonable. —Sin dudar un instante, se acercó a un arcón donde guardaba parte de lo que había robado a lo largo de los años. Tomó una gran bolsa, y se la lanzó a la mascota—. Sabes dónde encontrar los caballos, coge el que más te plazca.
—Así lo haré. Pero antes, tengo otra petición. —El orco dudó, y una tercera cabeza voló por la habitación en otro arrebato de ira—. Cuando hayan pasado unas cuantas horas, cuando esté ya lejos de aquí, quiero que cuentes lo que ha pasado. No tomaré venganza contra ti, pero no quiero que ningún puto orco se acueste por la noche sin recordar mi nombre. —En esta ocasión, el orco sonrió.
—¿Nombre? ¿Y qué nombre es ese, perro? ¿Acaso has tenido alguna vez un nombre?
Era una buena pregunta. Claro que lo tuvo… pero ni lo recordaba. De todos modos, el chiquillo que una vez fue, un tanto indeseable, pero civilizado dentro de lo razonable, había dejado de existir muchos meses atrás.
—Tú mataste a mis padres, y tú me creaste. ¿Qué nombre me darías? —le preguntó con una nota de misterio.
—Una vez tuve un perro al que llamaba Gerd. No te lo digo como una burla… apreciaba a ese perro más que a nadie en este campamento. Era grande y fuerte, y sabía muy bien dónde estaban sus lealtades. —La mascota se frotó la que por entonces era una frondosa barba, procesando aquella… curiosa información.
—No llevaré el nombre de tu puto perro. —La cuarta cabeza voló por la habitación, y rodó hasta los pies del jefe orco—. No obstante… reconozco que me gusta cómo suena ese nombre. Cuenta cuatro horas, y dile a tu pandilla de inútiles que la leyenda de Kord, el mata-orcos, empezará al alba —Kord se dio la vuelta con su saco de oro, y fue hacia la puerta.
—Una vez tuve un perro al que llamaba Gerd. No te lo digo como una burla… apreciaba a ese perro más que a nadie en este campamento. No era como tú, claro… él era grande y fuerte, pero sabía muy bien dónde estaban sus lealtades, y sabía hacerme reír. —La mascota se frotó la que por entonces era una frondosa barba, procesando aquella… curiosa información.
—No llevaré el nombre de tu puto perro. —La cuarta cabeza voló por la habitación, y rodó hasta los pies del jefe orco—. No obstante… reconozco que me gusta cómo suena ese nombre. Cuenta cuatro horas, y dile a tu pandilla de inútiles que la sombra de Kord siempre estará más cerca de lo que creen. —Kord se dio la vuelta con su saco de oro, y fue hacia la puerta.
—Espera, Kord —lo interrumpió el orco—. Quisiera decirte una cosa más.
—Pues suéltala, capullo maloliente. —Lejos de ofenderse, el orco lanzó una risotada.
—Aquel perro, Gerd… Cuando lo miraba a los ojos, veía fuego dentro de ellos… No, más aún: era rabia, odio. Me era leal, sí, pero en sus entrañas había algo peor que todo lo que has vivido tú durante estos años, no sé de las tripas de qué infierno saldría tanto odio. Cuando se interponía entre un enemigo y yo como tú hiciste con tu hermano, me hacía sentir que valía más que cualquier otro perro, pero… ¿sabes cómo murió? —Kord entornó sus ojos.
—¿Cómo?
—Se enfrentó a un perro igual de rabioso que él… pero más grande. Gerd fue leal, fuerte, envidiable… pero murió como un perro rabioso. —Kord miró al que ya no era su amo, con una inesperada mezcla de confusión y lástima.
—¿Y? ¿Por qué me cuentas eso? —Sin prisa alguna, el orco se acercó hasta su estante de armas. Tomó un gran mangual pesado con tranquilidad, y se lo ofreció a Kord con inusitada humildad.
—Porque si para entonces sigo vivo, me encantaría escuchar dentro de diez años cómo Kord, el mata-orcos, lleva a sus espaldas toda una estela de sangre de pieles-verde porque se ganaron su odio, y no que murió como un perro rabioso.
Kord sopesó las palabras de aquel individuo; aquel puto orco; aquel… hombre, al que había soñado tantísimas veces con matar de la manera más humillante y cruenta posible. Tomó el arma que le ofrecía, le dedicó con la mano un saludo que jamás habría esperado regalarle, y recuperó su libertad.

—Lástima que no me interese. —Lejos de ofenderse, el orco lanzó una risotada.
—Todavía estoy a tiempo de llamar a mis hombres… —Kord entornó sus ojos.
—¿Hombres? Sí… todavía quedan algunos, pero no te oirán desde aquí. El incendio se lo impedirá. —El jefe orco se mostró sorprendido.
—¿Incendio?
—Claro. No iba a meterme en la boca del lobo sin cubrirme las espaldas, ¿no crees? —El orco dudó una vez más.
—No me lo trago. No huelo nada raro. —Kord no pudo sino sonreír.
—Porque te faltan detalles.
Sirviéndose de su superior agilidad, Kord partió la lámpara sobre la gran alfombra que había en todo el centro de la tienda del que ya no era su amo. Los gritos no tardaron en comenzar, pero él ya estaba fuera de la carpa. Los orcos empezaron a salir de sus propias tiendas con legañas como garrapatas en los ojos, pero él ya estaba montado en el caballo más rápido de la cuadra. Los orcos no tardaron en montarse en los demás caballos, pero él ya había cortado las bridas de las sillas, haciéndoles perder un tiempo precioso. La persecución tardó en comenzar… y él ya estaba lo suficientemente lejos.


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