Silvus…
¿qué contar sobre él? Poco, la verdad. Fue un simple chiquillo elfo, como
tantos otros miles que poblaban la huerta de Khauntea. Guapito de cara, de piel
suave y cuerpecito esbelto, lo que venía siendo eso, un elfo. Vástago de una
puta cualquiera y del putero que la contrató, quien acabaría acarreándolo tras
su nacimiento… pero claro, eso él nunca lo sabría. Para él, su madre era una
amorosa muchacha humana, una bailarina de la compañía de teatro para la que
trabajaba su padre. Compañía, por cierto, en la que Silvus se desarrolló sin
demasiadas preocupaciones. Poco importaría su impuro pasado mientras fuera
joven, pues nadie de entre ellos se metería en avivar malas lenguas. Era feliz,
y era todo lo que importaba. Lo era, sí… lo era…
Pasó
en la noche. Silvus se despertó por un terrible grito de dolor que vino de
alguna parte, y se decidió a abandonar la seguridad de su tienda para ver lo
que ocurría. Fuego y sangre; acero y hedor de entrañas abiertas; Silvus miró en
todas direcciones y acabó por confirmar sus peores sospechas: incontables
asaltantes estaban pasando a cuchillo a todos aquellos que habían sido su
familia, y no asaltantes cualquiera, sino unos enormes individuos de piel
verde, rasgos simiescos, y toscas vocalizaciones. Orcos. Orcos que querían
sangre y lo poco que pudieran rapiñar. Ni que decir tiene que el pobre Silvus,
pequeño y delicado, se quedó congelado en el sitio sin saber lo que hacer…
hasta que uno de aquellos asesinos se plantó delante de él. El individuo dijo
algo, pero Silvus no lo entiendió, pues no comprendía la lengua de aquellas
bestias. Presa del pánico, solo vio cómo sacaba una hacha medio oxidada. Silvus
cerró los ojos, se encogió… y algo lo empujó a un lado.
—Quita de en medio, cobarde. Corre y no mires atrás, que se
salve por lo menos uno.
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—Quita de en medio, torpe. Corre y no
mires atrás, que se salve por lo menos uno.
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Una
voz demasiado conocida, que había proferido aquel insulto demasiadas veces a lo
largo de su corta vida. Silvus volvió a abrir los ojos, y lo vio: su hermano.
Ellos no lo sabrían nunca, claro, pero aunque compartían sangre, no eran
hermanos de la misma madre. Su hermano, menor por un par de años, plantó los
pies en la tierra, y tiró de él hasta sacarlo de delante del orco.
—¡CORRE,
IMBÉCIL, CORRE!
Y así, sin más, fue como Silvus salvó la vida, y como dejó
atrás a quien lo hizo posible. Su hermano… claro… él era harina de otro
costal. El hermano de Silvus era semielfo, y ya desde que mamaba la teta de
su madre fue robusto y exigente, por no decir que se trataba de una mala
bestia. Nunca hizo verdaderos amigos en la compañía de teatro y nunca tuvo
dotes para las artes, pero cuando hacía falta músculo para montar las tiendas
o para detener una trifulca, era el primero en dar la cara. Sí… y por aquel
entonces tenía diez años.
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Y así, sin más, fue como Silvus salvó la vida, y como
dejó atrás a quien lo hizo posible. Su hermano… claro… él era harina de otro
costal. El hermano de Silvus era semielfo, y ya desde que compartían la mesa
para comer apuntaba maneras… por no decir que siempre se quedaba el mejor
bocado. Nunca hizo verdaderos amigos en la compañía de teatro y nunca le
gustó el trabajo duro, pero cuando hacía falta músculo para montar las
tiendas o para detener una trifulca, siempre hallaba la manera de acabar
dirigiendo la acción… o las apuestas. Sí… y por aquel entonces tenía diez
años.
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No supo si el orco lo había entendido, pero cargó un golpe
que estaba aplazando. El hermano de Silvus se hizo a un lado de manera
instintiva, y clavó sus dientes en el brazo del enemigo, arrancándole un
grito de dolor.
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No supo si el orco
lo había entendido, pero cargó un golpe que estaba aplazando. El hermano de
Silvus se hizo a un lado de manera instintiva, y clavó un abrecartas en el
brazo del enemigo, arrancándole un grito de dolor.
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Lo que siguió fue una lamentable exhibición de suciedad y
malas maneras. Entre gritos e insultos, el niño y el orco luchaban por
quitarse la vida, pero el uno por débil, y el otro por torpe, no lograban su
objetivo. Pasaron los minutos, y lo inevitable acabó por pasar: el orco tomó
al crío por el cuello y lo estampó contra el suelo… pero no lo mató. Cansado
por la refriega, el orco miró arriba, y el hermano de Silvus no tardó en comprender
por qué. Un nuevo individuo apareció en la escena, un orco aún más grande,
con un rostro de mirada más fría. Ambos intercambiaron unas cuantas palabras
pero, para cuando terminaron, el hermano de Silvus solo sabía que había sido
reducido, echado en una celda de hierro, y encadenado como un perro.
Y el tiempo pasó. Minutos, horas, días y meses… ¿años,
quizás? El hermano de Silvus no dejó en ningún momento de ser el prisionero
de aquellos indeseables. A veces lo dejaban salir de su celda para que estirara
las piernas, o para que ayudara de mala gana en alguna labor, amenaza
mediante, pues no tardó en aprender la lengua de las bestias. Sus carceleros,
que pocas veces repetían la experiencia, tendían a turnarse en la tarea de
mantenerlo con vida, pues lo que les profesaba no era precisamente gratitud.
En una ocasión logró arrancarle un dedo a uno de los orcos con un fiero
mordisco, pero siempre que ocurría algo así, el mismo jefe que había
perdonado su vida en la noche del asalto intercedía por él, riéndose y
aclamando su brutalidad. <<Soy una mascota>>, no tardó en
comprender. No obstante, lejos de tomarlo como una afrenta al orgullo, el
hermano de Silvus lo aceptó. Comportarse como una bestia lo mantenía
motivado. Ser útil cuando se le exigía lo mantenía cuerdo. Ser una mascota…
lo mantenía con vida.
Y siguió pasando el tiempo. El hermano de… ¿Silvus, se
llamaba su hermano? Bah, cosas del pasado. La mascota de los orcos debía
rondar ya los dieciséis o dieciocho años de un semielfo como él, y la
pubertad había obrado verdaderas maravillas para aquello que se le daba bien:
hacer el papel de una bestia. Pelo en el pecho, gran corpulencia, voz ronca.
Aquella mascota ya no era tan graciosa como antaño, pero seguía cumpliendo con
sus funciones. Lo que él no sabía era que no duraría mucho.
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Lo que siguió fue una lamentable exhibición de suciedad
y malas maneras. Entre gritos e insultos, el niño y el orco luchaban por
quitarse la vida, pero el uno por débil, y el otro por torpe, no lograban su
objetivo. No fueron más que unos segundos los que bastaron para que llegase
lo inevitable: el orco tomó al crío por el cuello y lo estampó contra el
suelo… pero no lo mató. Harto por la refriega, el orco miró arriba, y el
hermano de Silvus no tardó en comprender por qué: un nuevo individuo apareció
en la escena, un orco aún más grande, con un rostro de mirada más fría. Ambos
intercambiaron unas cuantas palabras pero, para cuando terminaron, el hermano
de Silvus solo sabía que había sido reducido, echado en una celda de hierro,
y encadenado como un perro.
Y el tiempo pasó. Minutos, horas, días y meses… ¿años,
quizás? El hermano de Silvus no dejó en ningún momento de ser el prisionero
de aquellos indeseables. A veces lo dejaban salir de su celda para que
estirara las piernas, o para que ayudara de mala gana en alguna labor,
amenaza mediante, pues no tardó en aprender la lengua de las bestias. Aunque
lo que les profesaba no era precisamente gratitud, la supervivencia apremiaba,
y con una astuta mezcla de lengua de plata y cabezas gachas, el muchacho siempre
lograba llegar entero a la noche. Alguna vez logró levantarle las llaves a
uno de los orcos, pero nunca le salió bien y le costaba unas buenas palizas.
Aun así, el mismo jefe que había perdonado su vida en la noche del asalto
intercedía por él, riéndose y aclamando su picardía. <<Soy una
mascota>>, no tardó en comprender. No obstante, lejos de tomarlo como
una afrenta al orgullo, el hermano de Silvus lo aceptó. Comportarse como un
truhan lo mantenía motivado. Ser útil cuando se le exigía lo mantenía cuerdo.
Ser una mascota… lo mantenía con vida.
Y siguió pasando el tiempo. El hermano de… ¿Silvus, se
llamaba su hermano? Bah, cosas del pasado. La mascota de los orcos debía
rondar ya los dieciséis o dieciocho años de un semielfo como él, y la experiencia
había obrado verdaderas maravillas para aquello que se le daba bien: estafar
y manejar. Mayor presencia, arrojo, voz maleable y entrenada. Aquella mascota
ya no era tan graciosa como antaño, pero seguía cumpliendo con sus funciones.
Lo que él no sabía era que no duraría mucho.
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<<¿Qué
demonios?>>
En
las largas horas que pasaba enjaulado, no había ni una noche en la que la
mascota no tantease el cerrojo, o sus cadenas. No era raro que lo dejaran sin
encadenar, o con el cerrojo a medio abrir, pero… sí que era inesperado que ocurrieran
ambas cosas a la vez, como había pasado en aquella precisa noche. La mascota se
movió en las sombras, pues debía aprovechar aquella oportunidad a toda costa.
Uno de sus carceleros roncaba a pierna suelta con su hacha a su lado… y a pocos
metros había otro. La mascota sonrió. Sin ninguna lástima, tomó el hacha y les
devolvió el gesto que llevaba tantos años guardándose. No iba a exterminar el
campamento, claro, pero sí que se tomó la molestia de coger cuatro de sus cabezas,
y de entrar en la cabaña del jefe orco. También dormía… pero aquello debía ser
distinto. La mascota cogió una de las cabezas por la cabellera, y la lanzó
contra el durmiente.
—¡¿Qué…?!
—El orco se incorporó, con un chorreón de sangre que no era suya corriéndole
por la cara.
—Cierra la puta boca si no quieres acabar como él.
Y así lo hizo. La mascota se aproximó despacio, silencioso
como una pantera ante su presa.
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—Yo de ti no armaría mucho ruido.
Y no lo hizo. La mascota se aproximó despacio,
silencioso como una pantera ante su presa. A oscuras estaba en desventaja,
por lo que se tomó la molestia de encender una lámpara de aceite.
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—Es
gracioso: destruiste mi vida… pero después la salvaste otras muchas veces. Llevo
años fantaseando con este momento y te odio por lo que hiciste… sin embargo,
creo que a estas alturas, es mayor la gratitud que el odio que siento por ti.
—El orco lo miró, sin miedo, atendiendo a sus palabras—. Vas a darme oro para
sobrevivir durante unos días y un caballo para largarme, y no vas a dar la
alarma. A cambio, te devolveré el favor y no vengaré a los que una vez fueron
mis padres. —El jefe del campamento entrecruzó sus dedos, pero en cuanto la
mascota percibió un mínimo de seguridad en su mirada, le lanzó una segunda
cabeza, reafirmando quién tenía el control de la situación.
—Es…
razonable. —Sin dudar un instante, se acercó a un arcón donde guardaba parte de
lo que había robado a lo largo de los años. Tomó una gran bolsa, y se la lanzó
a la mascota—. Sabes dónde encontrar los caballos, coge el que más te plazca.
—Así
lo haré. Pero antes, tengo otra petición. —El orco dudó, y una tercera cabeza
voló por la habitación en otro arrebato de ira—. Cuando hayan pasado unas
cuantas horas, cuando esté ya lejos de aquí, quiero que cuentes lo que ha
pasado. No tomaré venganza contra ti, pero no quiero que ningún puto orco se
acueste por la noche sin recordar mi nombre. —En esta ocasión, el orco sonrió.
—¿Nombre?
¿Y qué nombre es ese, perro? ¿Acaso has tenido alguna vez un nombre?
Era
una buena pregunta. Claro que lo tuvo… pero ni lo recordaba. De todos modos, el
chiquillo que una vez fue, un tanto indeseable, pero civilizado dentro de lo
razonable, había dejado de existir muchos meses atrás.
—Tú
mataste a mis padres, y tú me creaste. ¿Qué nombre me darías? —le preguntó con
una nota de misterio.
—Una vez tuve un perro al que llamaba Gerd. No te lo digo
como una burla… apreciaba a ese perro más que a nadie en este campamento. Era
grande y fuerte, y sabía muy bien dónde estaban sus lealtades. —La mascota se
frotó la que por entonces era una frondosa barba, procesando aquella… curiosa
información.
—No llevaré el nombre de tu puto perro. —La cuarta cabeza
voló por la habitación, y rodó hasta los pies del jefe orco—. No obstante… reconozco
que me gusta cómo suena ese nombre. Cuenta cuatro horas, y dile a tu pandilla
de inútiles que la leyenda de Kord, el mata-orcos, empezará al alba —Kord se
dio la vuelta con su saco de oro, y fue hacia la puerta.
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—Una vez tuve un perro al que llamaba Gerd. No te lo
digo como una burla… apreciaba a ese perro más que a nadie en este
campamento. No era como tú, claro… él era grande y fuerte, pero sabía muy bien
dónde estaban sus lealtades, y sabía hacerme reír. —La mascota se frotó la
que por entonces era una frondosa barba, procesando aquella… curiosa
información.
—No llevaré el nombre de tu puto perro. —La cuarta
cabeza voló por la habitación, y rodó hasta los pies del jefe orco—. No
obstante… reconozco que me gusta cómo suena ese nombre. Cuenta cuatro horas,
y dile a tu pandilla de inútiles que la sombra de Kord siempre estará más
cerca de lo que creen. —Kord se dio la vuelta con su saco de oro, y fue hacia
la puerta.
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—Espera,
Kord —lo interrumpió el orco—. Quisiera decirte una cosa más.
—Pues suéltala, capullo maloliente. —Lejos de ofenderse, el
orco lanzó una risotada.
—Aquel perro, Gerd… Cuando lo miraba a los ojos, veía fuego
dentro de ellos… No, más aún: era rabia, odio. Me era leal, sí, pero en sus entrañas
había algo peor que todo lo que has vivido tú durante estos años, no sé de las
tripas de qué infierno saldría tanto odio. Cuando se interponía entre un
enemigo y yo como tú hiciste con tu hermano, me hacía sentir que valía más
que cualquier otro perro, pero… ¿sabes cómo murió? —Kord entornó sus ojos.
—¿Cómo?
—Se enfrentó a un perro igual de rabioso que él… pero más
grande. Gerd fue leal, fuerte, envidiable… pero murió como un perro rabioso.
—Kord miró al que ya no era su amo, con una inesperada mezcla de confusión y
lástima.
—¿Y? ¿Por qué me cuentas eso? —Sin prisa alguna, el orco se
acercó hasta su estante de armas. Tomó un gran mangual pesado con
tranquilidad, y se lo ofreció a Kord con inusitada humildad.
—Porque si para entonces sigo vivo, me encantaría escuchar
dentro de diez años cómo Kord, el mata-orcos, lleva a sus espaldas toda una
estela de sangre de pieles-verde porque se ganaron su odio, y no que murió
como un perro rabioso.
Kord sopesó las palabras de aquel individuo; aquel puto orco;
aquel… hombre, al que había soñado tantísimas veces con matar de la manera
más humillante y cruenta posible. Tomó el arma que le ofrecía, le dedicó con
la mano un saludo que jamás habría esperado regalarle, y recuperó su libertad.
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—Lástima que no me interese. —Lejos de ofenderse, el
orco lanzó una risotada.
—Todavía estoy a tiempo de llamar a mis hombres… —Kord entornó
sus ojos.
—¿Hombres? Sí… todavía quedan algunos, pero no te oirán
desde aquí. El incendio se lo impedirá. —El jefe orco se mostró sorprendido.
—¿Incendio?
—Claro. No iba a meterme en la boca del lobo sin
cubrirme las espaldas, ¿no crees? —El orco dudó una vez más.
—No me lo trago. No huelo nada raro. —Kord no pudo sino
sonreír.
—Porque te faltan detalles.
Sirviéndose de su superior agilidad, Kord partió la
lámpara sobre la gran alfombra que había en todo el centro de la tienda del
que ya no era su amo. Los gritos no tardaron en comenzar, pero él ya estaba
fuera de la carpa. Los orcos empezaron a salir de sus propias tiendas con
legañas como garrapatas en los ojos, pero él ya estaba montado en el caballo
más rápido de la cuadra. Los orcos no tardaron en montarse en los demás
caballos, pero él ya había cortado las bridas de las sillas, haciéndoles
perder un tiempo precioso. La persecución tardó en comenzar… y él ya estaba lo
suficientemente lejos.
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